Nadie se atreve a darle los periódicos. Como todos los días, el viejo se levanta pronto, a las ocho de la mañana. Ya tiene casi noventa años, pero siempre ha madrugado. Su salud es buena y su mente rige perfectamente. Anda con torpeza y su cuerpo es delgado, y encogido. Mantiene invariable su adusta expresión y las marcadas arrugas de la cara le dan un aire de tortuga envejecida y seca, con los ojos hundidos en el cráneo.
Es un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido, con férreas convicciones, fiel a sus principios y siempre imponiendo su criterio. Hace años que está retirado de la política activa, pero ha mantenido un círculo de correligionarios, nostálgicos del pasado que añoran y recuerdan otros tiempos. Ahora toca cabildear en la sombra y seguir imponiendo lo que se puede.
Tiene el desayuno servido en la mesa del comedor. Mantel de hilo blanco y vajilla de porcelana. El café descafeinado humeante, el bizcocho fresco hecho por la cocinera, como a él le gusta, con sabor a vainilla y anís. El zumo de naranja recién exprimido y un par de pastillas que toma diariamente. Le agrada mirar a través de las grandes cristaleras los árboles dorados del jardín en otoño.
Desayuna en bata y, tranquilamente, lee los diarios. Le complace hacerlo solo, no espera a su mujer que se levanta más tarde. Pero hoy no están los periódicos. Mientras Benita, la doncella, le sirve la leche, él la mira inquisitivamente:
-¿No han traído la prensa?- su tono de voz es bajo pero denota una ira apenas controlada. Le molesta que las cosas no estén a su gusto.
-Sí señor, pero ha llamado su hijo don Juan para advertir que no se la diéramos hasta que venga él a verle. Ha dicho que pasaría enseguida.
De todos sus hijos, Juan es el que más se le parece. Todos tienen altos cargos en la Administración y en las principales empresas del país. Tienen magníficas relaciones con el poder. Su hija pequeña está casada con un ministro y a lo largo de los años su familia ha acaparado una gran fortuna. Se sienten poderosos y sienten que se lo merecen. Para eso él, desde su juventud, defendió los fundamentales valores falangistas.
-Benita, yo mando en esta casa, así que haga el favor de traerme los periódicos- susurra irritado y colérico.
La doncella balbucea y no sabe qué hacer. Le tiene tanto miedo a él como a su hijo Juan. Sale apresuradamente del comedor y coge los diarios que han traído temprano. Es una mujer discreta, procura agradar y hacer bien su trabajo. Nunca ojea nada, pero hoy no puede evitar echar un vistazo a la portada del ABC.
Allí viene una foto del señor, más joven, y con unos grandes titulares en los que lee que una jueza argentina ha ordenado su detención por crímenes cometidos durante la dictadura. Ahora entiende lo que don Juan le ha dicho. Si el señor lo ve puede ser que se lleve un disgusto de muerte y le culparían a ella. Como no sabe qué hacer, le pregunta al chófer, que está en la cocina hablando con la cocinera. Ellos sí que han visto la noticia y están cuchicheando.
-Yo que tu, no se los llevaría, ponle alguna disculpa y espera a que venga el hijo- dice el chófer.
Vuelve al comedor y con los ojos bajos le dice a su jefe que no los encuentra, al parecer los ha cogido uno de los jardineros equivocadamente.
-¡Pero qué pasa aquí! ¡Esto es intolerable! Haga el favor de traerme los putos periódicos de una vez.
El viejo está fuera de sí. No entiende lo que sucede. Sospecha que nada bueno, así que pone la tele, aunque no lo hace nunca porque todas las cadenas están manipuladas.
Lo primero que ve es la foto de aquél terrorista que ordenó ejecutar hace años, en el 74, dándole garrote. La voz del locutor explica la noticia pero él no la oye, su mente está en otro sitio, recordando aquellos años.
Se hizo justicia. Ojo por ojo. En dos días juzgaron y liquidaron a ese hijo de puta anarquista, asesino de un policía. Esos eran buenos tiempos. El General sabía lo que hacía y mantuvo una España digna y respetuosa con los valores eternos sin dejar ni un resquicio a sus adversarios. Nunca ha comprendido la saña de algunos historiadores contra el Caudillo, que no era como han dicho sus difamadores. Él lo conoció bien, era un hombre leal, austero, defensor de virtudes cristianas y del orden establecido, valedor de instituciones sólidas, de la familia, del municipio y del sindicato. Tenía mano dura, de otra forma no hubiera sido posible exterminar a los muchos enemigos de la patria.
Al viejo se le cae una lágrima al recordar como el General siempre le mostró una gran confianza, le mantuvo en altos cargos de gran responsabilidad y le hizo ministro en dos ocasiones.
La televisión sigue lanzando noticias y el anciano vuelve a la realidad. En la pantalla aparece una foto suya y la de una jueza extranjera que ordena su detención y la de otros camaradas amigos. Enrojece de ira al oír las acusaciones que vierten sobre él.
-¡No se atreverán! ¡Detenerle a él, que ha sido un luchador sin tregua en contra de esos rojos malnacidos! ¡Ateos y masones, sicarios de Moscú!
Sin darse cuenta está gritando. Benita y las demás personas del servicio le oyen pero no se atreven a entrar en el comedor. Menos mal que suena el timbre de la puerta y aparece su hijo Juan.
-¡Papá, papá, tranquilo, no pasa nada!
Juan abraza a su padre y trata de calmarlo, pero él vomita su indignación.
-¡Este es el pago que recibo después de años de servicio a la patria! ¡Toda la vida combatiendo por la gloria de España!
Poco a poco el hijo lo apacigua y logra sosegarlo.
-Escúchame papá, ya te he dicho que no te preocupes, que no va a pasar nada. Le he llamado a Gonzalo y está viniendo. Ya verás como todo se soluciona y esta tremenda injusticia contra grandes y valientes hombres, salvadores de España que no hicieron más que cumplir con su deber, se reparará. Acuérdate de cuando otro juez extranjero ordenó la detención del capitán Muñecas, de Pacheco y otros policías acusándolos falsamente de torturas y crímenes. La Audiencia Nacional negó el trámite y no pasó nada, hoy ya está olvidado. Nosotros les hicimos un homenaje de desagravio en reconocimiento de su labor y todo quedó en paz.
Al oír esto, el viejo se aplaca. Tiene razón su hijo. Son todo maniobras de desprestigio impulsadas por los rojos que nunca han aceptado su derrota. Además ellos mandan, el General lo dejó todo bien atado. Seguro que cuando llegue Gonzalo, que es el presidente de La Audiencia, traerá una solución.
Sonríe y se sientan a desayunar.
-Ah, Juan, cuando se levante tu madre dile que no quiero volver a ver a Benita.
Ángeles González (antropóloga)