Por Antonio Pérez, de La Comuna.

En la literatura izquierdista, brutalidad y policía significan lo mismo. Para justificar esta sinonimia, se aducen evidencias especulativas y empíricas. A menudo, estas últimas provienen de la experiencia personal -como suele ser el caso entre los miembros de La Comuna-. Sin embargo, la Policía oculta una faceta opuesta, fina y delicada, que los izquierdistas desconocen absolutamente, tanto en el plano teórico como, muchísimo más, en el práctico. Es la cara oculta de las fuerzas del Orden: su cara como tiburones empresariales.

Es evidente que la Policía es un agente político de primer orden y más en estos tiempos de cuasi absoluto control cibernético de la ciudadanía –antes, Pueblo-. No por casualidad Putin y la dinastía Bush han labrado su poder comenzando por escalar en los servicios de espionaje. Por su parte, en España es notorio el ejemplo de Arias Navarro quien, avalado por sus famosos fechos como Carnicerito de Málaga, llegó a controlar la Seguridad del Estado; de ahí a convertirse en el heredero del Caudillo sólo hubo un pequeño paso, más protocolario que real.

Caemos en la trivialidad si proclamamos que el poder político es inseparable del poderío económico. Pero entonces, ¿por qué no todos los policías son multimillonarios? Por una cuestión de imagen: escondiendo que algunos lo son y que todos viven muy por encima de las posibilidades de su sueldo oficial, Hollywood ha impuesto la imagen del policía que vive en un pisito de soltero con vistas al tren, al neón del puticlub y al frasco del bourbon.

Váyanse al carajo los gringos –y sus lameculos europeos- con su propaganda barata. Lo que vemos en España es que los policías se enriquecen más de lo debido. En La Comuna conocemos bien el caso de Billy el Niño: sus humildes orígenes extremeños le condenaban a sobrevivir en el roñoso extrarradio del Madrid Oeste pero ahora vive en el lujoso Norte de la capital cual corresponde a todo empresario de postín -quizá el crimen no compensa pero la electricidad y las hostias en cara ajena, indudablemente sí-.

Eso que hoy se llama el “afán emprendedor” – por favor, no se rían-, impregna a “los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado”. Dos ejemplos que ilustran sobre los extremos del espectro policial: en el nivel más bajo, el de la policía municipal, tenemos a los hermanos Jerónimo y Juan Sánchez Méndez quienes pasaron de pitufos en Coín a poseer un emporio centrado en la Academia Duarte, madre de otras cuantas covachuelas similares. Y todo gracias al infame chanchullo de los cursos de formación prodigados por la Junta de Andalucía (ver Operación Edu en la prensa de julio 2014)

El extremo más elegante y cosmopolita, el de la policía política -¿hay otra?-, lo ocupa con toda pompa y distinción el famoso comisario José Manuel Villarejo (JMV), hoy actor principal en las divergencias entre la Justicia y los peperos de la Comunidad de Madrid. Entre excedencias y reincorporaciones a la teta nutricia oficial, JMV comenzó en 1989 con una vulgar agencia de detectives y, entre otros muchos activos, ahora se le calculan propiedades inmobiliarias por un valor superior a los 14 millones de euros –a precios casi de catastro- además del control sobre decenas de empresas radicadas en cuatro países.

No, la policía no es (sólo) control brutal. También incluye una elefantiásicamente grácil casta empresarial cuyo fallero mayor es Juan Cotino, ayer epígono del Carnicerito como director general de la Policía y hoy encausado por enjuagues que ascienden a decenas de millones de euros. Vía extorsiones y chantajes, estos viejos/nuevos ricos con cilicio y gorra de plato primero se apropiaron de la fórmula ¡La bolsa o la vida! pero después mejoraron aquel imperativo de sus colegas del Hampa: ahora su lema bien podría ser ¡La Bolsa es mi vida!

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