27 de septiembre de 2014

Introducción

¿Realmente fueron acciones armadas? ¿Realmente aquéllos jóvenes que acabaron sus días frente a los últimos pelotones de fusilamiento del general Franco, con el voto unánime de todos los componentes de su gobierno, realmente empuñaron y dispararon alguna suerte de arma de fuego?

De hecho, sometidos a sumarísimos consejos de guerra, sus abogados, ante la afirmación de los fiscales militares de que habían empuñado tal pistola, tal revólver o tal escopeta, solicitaron, con el mayor de los respetos, que dicho armamento, importantísima prueba de cargo como cualquiera puede colegir, se presentase ante el correspondiente consejo de guerra y, además, no menos importantes, se presentasen, igualmente, las pruebas periciales referentes a temas como huellas dactilares, balística, y otras prácticas probatorias elementales. Además, la policía afirmaba que, en efecto, se habían capturado las armas de las se hablaba en el apuntamiento preparado por la instrucción.

Y, ¡oh, sorpresa!, no había pistola, ni revólver, ni escopeta, ni proyectiles, ni pruebas balísticas, ni huellas dactilares y, por no haber, tampoco había testigos, pese a que la propia policía, una vez más, había dicho que sí, que los había, pero no, no los hubo. En realidad, no hubo nada. Ninguna prueba. Nada. Las armas no existían más que en los papeles y en las palabras de los fiscales. No estaban en ningún sitio. Nadie vio ni oyó a los supuestos testigos que jamás se supo nada de ellos. Toro eran palabras y supuestas declaraciones, más palabras, conseguidas a palos y bajo tortura. Nada mas.

Sin embargo, sí hubo condenas a muerte. Hubo “enterado” por parte del gobierno en pleno. Y hubo, una vez mas, una mañana de sangre. Fue el 27 de septiembre de 1.975. Los últimos asesinados de aquel gran asesino de su propio pueblo, el general Franco. No tuvo tiempo de más; murió cincuenta y cuatro días después.

¿Inverosímil? ¿Me lo estoy inventando? ¿De verdad sucedió algo así? Ciertamente, no es fácil, transcurridos los años, hacerse una idea de aquella España dictatorial e ilegítima en la que los tribunales especiales, militares y de Orden Público, hacían y deshacían en función de los intereses políticos del régimen del que formaban parte. Todo ello, en perfecta sintonía represiva con los poderosos servicios de seguridad, desde la Brigada Político Social (BPS), pasando por la Guardia Civil (cuerpo de carácter militar, pese a su curioso nombre) hasta los numerosos servicios de información militares o de presidencia del Gobierno, amén de las diferentes y cambiantes estructuras de las bandas terroristas de Estado. Todo un entramado con licencia para matar al servicio de los intereses económicos, políticos y sociales de un régimen no por agonizante menos sangriento. Y más que agonizante, en vías, por entonces, de articular su transformación par la mejor defensa y continuidad de los citados intereses.

Se ha dicho que el tardo-franquismo fue aperturista y, ciertamente, algo de eso hubo. Los contactos de diversas personalidades del régimen con sectores de la llamada oposición (PCE, PSOE, nacionalismos varios) y cierta manga ancha bien calculada según para quién, auguraban los pactos de gran calado a que el franquismo ya evolucionado llevó a la citada oposición al objeto de fundamentar la transición democrática basada en la Monarquía pergeñada por el dictador.

Pero esto fue tan solo una de las caras de la moneda. Durante los años 70-75 la represión (y vamos a atenernos exclusivamente a la represión sangrienta) vivió un nuevo auge. Un siniestro goteo de muertes y agresiones sembró el escenario de las luchas antifascistas.

Pinchar aqui para leer el texto completo: «La capacidad para hacer que las cosas no existan». Manuel Blanco Chivite